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domingo, 30 de mayo de 2010

Blancanieves, la manzana, los enanitos, el principe, ¿Lenin?

Mitsuki


Nacida de la tradición oral que recopilaron los alemanes Wilhem y Jacobo Grimm en 1812 y luego en 1815; gracias a la señora Pastora que pudo haber transmitido parte de esta historia a los curiosos hermanos...

¿Qué tal otras miradas a nuestra querida Blancanieves?

La manzana (María Laura Orfila) Argentina

Juan levantó la manzana del piso, la lustró contra el pulóver de dudosa higiene y se la acercó a la boca, decidido a darle un mordisco. Entonces se le ocurrió... le podía pasar lo mismo que a la heroína del relato que acababa de leer.

Le dirigió una mirada de desconfianza al libro tirado descuidadamente sobre la hierba: "Blancanieves y los siete enanos". Sin embargo, recordó a su madre:

-"No te preocupes; es tan solo un cuento, Juan".

Se lo repitió a sí mismo y, olvidado ya de sus temores, mordió la fruta.

Al volver en sí, Juan quiso incorporarse pero su cabeza chocó contra una superficie dura. Levantó la vista y lo que vio le demostró que el libro no mentía... siete enanos lo miraban desde fuera de una tapa de cristal pero sus miradas no expresaban ninguna alegría, sino furia, rencor..

¡Este descubrimiento lo horrorizó! Quiso gritar pero ningún sonido surgió de su garganta

Mientras, los enanos iban levantando la tapa lentamente, muy lentamente... pero con seguridad, la seguridad de unas bestias famélicas mientras unos ojos crueles y deformes se apretaban contra el cristal...

Blancanieves (Victor Montoya) Bolivia
 
Cuando el príncipe resucitó a Blancanieves, los siete enanitos, atrapados por un torbellino de celos, desearon volverla a matar.
 
Lenin y Blancanieves (Ana María Shua) Argentina
 
Lenin y Blanca Nieves en sus respectivas cajas de cristal, y esa larga fila de príncipes azules, de turistas, que no alcanza sin embargo a llenar la pavorosa ausencia de enanitos.

La oveja negra (Italo Calvino)

Fotosantiguas.org


Mi país, su país, nuestro país..¿Qué país?
Lo invito a entrar por las ventanas de éste país..

Erase un país donde todos eran ladrones. Por la noche, cada uno de los habitantes salía con una ganzúa y una linterna para ir a saquear la casa de un vecino. Al regresar al alba, cargado, encontraba su casa desvalijada.

Y todos vivían en concordia y sin daño, porque uno robaba al otro y este a otro y así sucesivamente, hasta llegar al último que robaba al primero.

En aquel país, el comercio, sólo se practicaba en forma de embollo, tanto por parte del que vendía como del que compraba. El gobierno era una asociación creada para delinquir en perjuicio de los súbditos, y por su lado los súbditos sólo pensaban en defraudar al gobierno. La vida transcurría sin tropiezos, y no había ni ricos ni pobres. Pero he aquí, no se sabe cómo, apareció en el país un hombre honrado. Por la noche, en lugar de salir con la bolsa y la linterna, se quedaba en la casa fumando y leyendo novelas. Llegaban los ladrones, veían la luz encendida y no subían. Esto duró un tiempo; después hubo que darle a entender que si él quería vivir sin hacer nada, no era una buena razón para no dejar hacer a los demás. Cada noche que pasaba en casa, era una familia que no comía al día siguiente. Frente a estas razones, el hombre honrado no podía oponerse. También él empezó a salir por la noche para regresar al alba, pero no iba a robar. Era honrado, no había nada que hacer. Iba hasta el puente y se quedaba mirando pasar el agua. Volvía a casa y la encontraba saqueada. En menos de una semana el hombre honrado se encontró si un céntimo, sin tener qué comer, con la casa vacía. Pero hasta ahí no había nada que decir, porque era culpa suya; lo malo era que de ese modo suyo de proceder nacía un gran desorden. Porque él se dejaba robar todo y entre tanto no robaba a nadie; de modo que había siempre alguien que al regresar al alba encontraba su casa intacta: la casa que él hubiera debido desvalijar. El hecho es que al cabo de un tiempo, los que no eran robados, llegaron a ser más ricos que los otros y no quisieron seguir robando. Y por otro lado, los que iban a robar a la casa del hombre honrado, la encontraban siempre vacía; de modo que se volvían pobres. Entre tanto, los que se habían vuelto ricos, se acostumbraron a ir también al puente por la noche a ver correr el agua. Esto aumentó la confusión, porque hubo muchos otros que se hicieron ricos y muchos otros que se volvieron pobres. Pero los ricos vieron que, yendo de noche al puente, al cabo de un tiempo se volverían pobres. Y pensaron: "Paguemos a los pobres para que vayan a robar por nuestra cuenta". Se firmaron contratos, se establecieron salarios, los porcentajes: Naturalmente, eran ladrones y siempre trataban de engañarse unos a otros. Pero como suele suceder, los ricos se hacían cada vez mas ricos y los pobres, cada vez más pobres. Había ricos tan ricos que ya no tenían necesidad de robar o de hacer robar para seguir siendo ricos. Pero si dejaban de robar se volvían pobres porque los pobres les robaban. Entonces pagaron a los más pobres de los pobres, para defender de los otros pobres sus propias casas, y así fue como instituyeron a la policía y construyeron las cárceles. De esa manera, pocos años después del advenimiento del hombre honrado, ya no se hablaba de robar o de ser robados sino sólo de ricos y pobres; y sin embargo todos seguían siendo ladrones. Honrado sólo había habido aquel fulano, y no tardó en morirse de hambre.

El Álbum (Alberto Chimal)

Merello


Vemos Palabras que construyen imágenes.
Vemos imágenes que construyen historias...
Permítame mostrarle las palabras del mexicano Alberto Chimal y sea usted quien invente las imágenes que le contarán esta historia.


La cara de su madre. La muñeca que arrojó por la ventana. El libro que quemó. La pecera que vació en la sala. La muñeca a la que arrancó las piernas. Su primer psiquiatra. El tazón con el que golpeó a su madre. Su niñera poco antes de marcharse. Su abuela materna poco antes de marcharse. Su padre poco antes de marcharse. La cara de su madre. El gato al que metió en el horno. Su segundo psiquiatra.
Su primer kinder. El niño al que pateó. Su tercer psiquiatra. La trenza cortada de su compañera. El rincón en el que estuvo castigada. La cara cortada de su compañera. Su cuarto psiquiatra. Su segundo kinder. El perro al que destripó. La silla a la que fue atada. El brazo en cabestrillo de su madre. El brazo en cabestrillo de su maestra. El brazo en cabestrillo de su quinto psiquiatra. Su tercer kinder. El niño que la golpeó. Un trozo de la oreja del niño que la golpeó. Su cuarto kinder. La denuncia en su contra. El bolso de su madre. El director de la primaria que no quiso admitirla. La cara de su madre. El director de la segunda primaria que no quiso admitirla. La tarjeta de débito de su madre. El director de la primaria que aceptó admitirla. La niña a la que trató de ahogar en un excusado. La niña a la que empujó por las escaleras. La carta en su contra de los padres de sus compañeros. La cara de su madre. Un hombro desnudo de su madre. El director de la segunda primaria que aceptó admitirla. El suéter de su compañero desaparecido. El cuerpo de su compañero desaparecido. La cara de su madre. La patrulla que fue a buscarla. La cara de su madre. El autobús que abordó con su madre. El primer motel donde durmió con su madre. El incendio del primer motel donde durmió con su madre. El boletín con la foto de su madre. La cara de su madre. El segundo motel donde durmió con su madre. El bebé que resistió tres días en el cuarto donde durmió con su madre. La cara de su madre. El tercer motel donde durmió. El teléfono que su madre trató de usar. La cara de su madre. Un ojo de su madre. La lengua de su madre. El otro ojo de su madre. El coche del hombre que la recogió en la carretera. La primera comentarista que habló de ella en la televisión. El coche del segundo hombre que la recogió en la carretera.

La princesa infeliz (Victor Montoya)

Stella Im Hultberg

Finalmente ¿Y felices por siempre...?

Érase una vez un castillo. En el castillo vivía una princesa infeliz. El mal de sus males, aunque no lo crean, estaba en que no había nacido para ser princesa.

 
Cuando contrajo matrimonio con el príncipe azul de una lejana aldea, se sintió la esposa más infeliz que pisaba la tierra, hasta que un día, mientras el príncipe se marchó a la guerra, la princesa huyó del castillo y se casó con el labrador más humilde de su aldea.

Desde entonces, dejó de ser princesa para ser feliz.










sábado, 22 de mayo de 2010

Las Ciudades y los signos.1 (Italo Calvino)

Yerca


El hombre camina días enteros entre los árboles y las piedras. Raramente el ojo se detiene en una cosa, y es cuando la ha reconocido como el signo de otra: una huella en la arena indica el paso del tigre, un pantano anuncia una vena de agua, la flor del hibisco el fin del invierno. Todo el resto es mudo es intercambiable; árboles y piedras son solamente lo que son.

Finalmente el viaje conduce a la ciudad de Tamara. Uno se adentra en ella por calles llenas de enseñas que sobresalen de las paredes. El ojo no ve cosas sino figuras de cosas que significan otras cosas: las tenazas indican la casa del sacamuelas, el jarro la taberna, las alabardas el cuerpo de guardia, la balanza el herborista. Estatuas y escudos representan leones delfines torres estrellas: signo de que algo —quién sabe qué— tiene por signo un león o delfín o torre o estrella. Otras señales advierten sobre aquello que en un lugar está prohibido: entrar en el callejón con las carretillas, orinar detrás del quiosco, pescar con caña desde el puente, y lo que es lícito: dar de beber a las cebras, jugar a las bochas, quemar los cadáveres de los parientes. Desde la puerta de los templos se ven las estatuas de los dioses, representados cada uno con sus atributos: la cornucopia, la clepsidra, la medusa, por los cuales el fiel puede reconocerlos y dirigirles las plegarias justas. Si un edificio no tiene ninguna enseña o figura, su forma misma y el lugar que ocupa en el orden de la ciudad basta para indicar su función: el palacio real, la prisión, la casa de moneda, la escuela pitagórica, el burdel. Hasta las mercancías que los comerciantes exhiben en los mostradores valen no por sí mismas sino como signo de otras cosas: la banda bordada para la frente quiere decir elegancia, el palanquín dorado poder, los volúmenes de Averroes sapiencia, la ajorca para el tobillo voluptuosidad. La mirada recorre las calles como páginas escritas: la ciudad dice todo lo que debes pensar, te hace repetir su discurso, y mientras crees que visitas Tamara, no haces sino registrar los nombres con los cuales se define a sí misma y a todas sus partes.

Cómo es verdaderamente la ciudad bajo esta apretada envoltura de signos, qué contiene o esconde, el hombre sale de Tamara sin haberlo sabido. Afuera se extiende la tierra vacía hasta el horizonte, se abre el cielo donde corren las nubes. En la forma que el azar y el viento dan a las nubes el hombre ya esta entregado a reconocer figuras: un velero, una mano, un elefante...

viernes, 21 de mayo de 2010

Apunte gótico (Inés Arredondo)

George DE LA TOUR

En la literatura mexicana, comenzó a gestarse entre las décadas de 1940 y 1970, una “generación de medio siglo” que contaba con un gran número de escritores masculinos deseosos de nuevas experiencias literarias que no les ofrecían sus pueblos natales y que, entonces, buscarían en la ciudad. Compartiendo el mismo anhelo, necesidad e inquietud literari, Inés (Camelo) Arredondo (1928-1989) se destacó en esta generación de varones por sus cuentos sutilmente crueles y perversos, cargados de pasión, erotismo y de esa “parte oscura” del ser humano que se refleja en la producción cuentística de sus tres únicos libros: La señal (1965), Río subterráneo (1986) y Los espejos (1988), reunidos un año antes de su muerte en la compilación de sus obras: Inés Arredondo.



Permítame abrirle las puertas de esta habitación...


Apunte gótico


Cuando abrí los ojos vi que tenía los suyos fijos en mí. Mansos. Continuó igual, sin moverlos, sin que cambiaran de expresión, a pesar de que me había despertado.

Su cuerpo desnudo, medio cubierto por la sábana, se veía inmenso sobre la cama. La vela permanecía encendida encima de la mesita de noche del lado donde él estaba, y su luz hacía difusos los cabellos de la cabeza vuelta hacia mí, pero a pesar de la sombra sus ojos resplandecían en la cara. La claridad amarillenta acariciaba el vello de la cóncava axila y la suave piel del costado izquierdo; también hacía salir ominosamente el bulto de los pies envueltos en la tela blanca, como si fueran los de un cadáver.

La tormenta había pasado. Él hubiera podido apagar la vela y enviarme a dormir en mi cama, pero no lo hacía. No se movió. Siguió con el tronco levemente vuelto hacia la derecha y el brazo y la mano extendidos hacia mí, con el dorso vuelto y la palma de la mano abierta, sin tocarme: mirándome, reteniéndome.

Mi madre dormía en alguna de las abismales habitaciones de aquella casa, o no, más bien había muerto. Pero muerta o no, él tenía una mujer, otra, eso era lo cierto. Era la causa de que mi madre hubiera enloquecido. Yo nunca la he visto.

Vi la blanca carne del brazo tendido hacia mí, tersa, sin un pelo, dulce y palpitando con el vaivén de la flama. Los dedos ligeramente curvos sobre la mano ofrecida apenas: abierta. Hubiera querido poner un pedacito de mi lengua sobre la piel tibia, en el antebrazo.

Tenía los ojos fijos en mí, tan serenos que parecía que no me veía. Llegué a pensar que estaba dormido, pero no, estaba todo él fijo en algo mío. Ese algo que me impedía moverme, hablar, respirar. Algo dulce y espeso, en el centro, que hacía extraño mi cuerpo y singularmente conocido el suyo. Mi cuerpo hipnotizado y atraído.

Ese algo que podía ser la muerte. No, es mentira, no está muerto: me mira, simplemente. Me mira y no me toca: no es muerte lo que estamos compartiendo. Es otra cosa que nos une.

Pero sí lo es. Las ratas la huelen, las ratas la rodean. Y de la sombra ha salido una gran rata erizada que se interpone entre la vela y su cuerpo, entre la vela y mi mirada. Con sus pelos hirsutos y su gran boca llena de grandes dientes, prieta, mugrosa, costrosa, Adelina, la hija de la fregona, se trepa con gestos astutos y ojos rojos fijos en los míos. Tiene siete años pero acaba de salir del caño, es una rata que va tras de su presa.

Con sus uñas sucias se aferra al flanco blanco, sus rodillas raspadas se hincan en la ingle, metiéndose bajo la sábana. Manotea, abre la bocaza, su garganta gotea sonidos que no conozco. Se arrastra por su vientre y llega al hombro izquierdo. Me hace una mueca. Luego pasa su cabezota por detrás de la de él y se queda ahí, la mitad del cuerpo sobre un hombro, la cabeza y la otra mitad sobre el otro, muy cerca del mío. Con las patas al aire me enseña los dientes, sus ojillos chispean. Ha llegado. Ha triunfado.

Ahora sí creo que mi padre está muerto. Pero no, en ese preciso instante, dulcemente, sonríe: complacido. O me lo ha hecho creer la oscilación de la vela.

La culta dama (José de la colina)

Toulouse Lautrec

¿Recuerda Usted el famoso microcuento del guatemalteco Augusto Monterroso?...

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.
Pues bien, después de haberlo producido era muy difícil que el mundo no reaccionara ante este increible relato.

Aquí tiene la respuesta de México con José de la Colina:
Le pregunté a la culta dama si conocía el cuento de Augusto Monterroso titulado
“El dinosaurio”.
Ah, es una delicia – me respondió – ya estoy leyéndolo.

Para mirarte mejor (Juan Armando Epple)

Stella Im Harltborg


"Aunque te aceche con las mismas ansias, rondando siempre tu esquina, hoy no podríamos reconocernos como antes. Tú ya no usas esa capita roja que causaba revuelos cuando pasabas por la feria del Parque Forestal, hojeando libros o admirando cuadros, y yo no me atrevo ni a sonreírte, con esta boca desdentada".
No se deje engañar, lobo y caperucita no han muerto. Disfrute el exquisito contracanto de Caperucita Roja (Charles Perrault) escrito por el chileno Juan Armando Epple...